miércoles, 9 de diciembre de 2015

ARTÍCULO DE OPINIÓN


Vicente Barragán Gómez-Coronado
Vice-secretario de la Federación de Planificación Familiar Estatal y Vice-presidente de la Asociación de Planificación Familiar de Extremadura.

La reciente Ley Orgánica 2/2010 de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo contempla la inclusión de la educación sexual nuevamente en el currículo escolar y de manera específica. No es la primera vez que se legisla en este sentido. Ya en 1990 la LOGSE y los decretos que la desarrollaban con posterioridad proponían una educación en valores a través temas transversales de desarrollo curricular en la que se incluía la educación afectivo-sexual dentro de la “educación para la salud”.

Era una época en que el fantasma de la epidemia de sida amenazaba a nuestra sociedad desarrollada, sin posibilidad de un tratamiento eficaz y sin una vacuna que pudiera prevenirlo.
Las administraciones sanitarias rompieron el tabú y promovieron una campaña tras otra sobre el uso del preservativo, mientras que las educativas conseguían incluir la educación sexual en el currículo escolar, eso sí, de una forma más testimonial que efectiva, aunque iba más allá de la mera prevención de riesgos. Incluía además la coeducación también como tema transversal que debía desarrollarse a lo largo de todas las etapas y niveles educativos y que ponía de manifiesto que la administración educativa era sensible ya a la brecha de género existente en
nuestra sociedad.

Pero la normativa fue insuficiente para que se pudieran implementar estos contenidos en un sistema educativo más interesado en la instrucción del alumnado que en la educación en valores, sobre todo en algo tan polémico como es la sexualidad y, en menor medida, la “educación para la igualdad de oportunidades entre sexos”. Porque en definitiva el medio educativo no es más que un fiel reflejo de nuestra cultura, de profunda influencia judeo-cristiana y patriarcal. Así, la implantación de estas asignaturas fue irregular y escasa, dejadas a la buena voluntad de profesoras y profesores más o menos entusiastas.

El miedo al sida también se fue diluyendo conforme los avances terapéuticos prometían contener la epidemia y se comenzaba a hablar de enfermedad crónica en vez de mortal. Las campañas fueron desapareciendo y la última que se emitió por televisión, después de la publicación de un informe sobre el aborto, sólo pretendía prevenir el embarazo adolescente. En consecuencia la educación sexual volvió a olvidarse en el currículo propuesto por la LOE (Ley Orgánica 2/2006 de Educación), si exceptuamos las prescripciones posteriores del gobierno para la prevención de la violencia de género a través de intervenciones puntuales en
la educación secundaria, casi siempre por parte de personal externo al centro educativo.

Han sido los propios movimientos de mujeres quienes han conseguido sacar la violencia desde lo privado al espacio público, quienes han sensibilizado a los gobiernos y a la justicia, quienes han concienciado a la población y a los medios de comunicación para que denuncien, más que informar, esta lacra. Esta lucha unida a la vulneración del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo y el ataque a las clínicas de aborto han hecho posible que se promulgue la ley y que proponga expresamente entre su articulado “la promoción de una visión de la sexualidad en términos de igualdad y corresponsabilidad entre hombres y mujeres con especial atención a la prevención de la violencia de género, agresiones y abusos sexuales” en el sistema educativo. Promoción que necesariamente se deberá hacer desde la educación sexual o desde la educación de los sexos, porque igual que debíamos educar para la prevención del sida y los embarazos sin desvincularla de la salud, el bienestar y sus dimensiones de placer, comunicación y afecto, también debemos hacerlo en la prevención de la violencia.
La educación sexual debe formar parte de la construcción como niño y como niña, como chico y como chica y como hombre y mujer, en definitiva como seres de uno y otro sexo.
El actual currículo escolar propone adquirir una serie de “competencias básicas” fundamentales para la vida en nuestra sociedad, competencias que surgen de un contexto vinculado a la formación y al empleo y que afectan a las áreas de conocimientos, habilidades y actitudes. Entre ellas se encuentra la denominada competencia social y ciudadana que contemplaría la solución de conflictos de forma pacífica, el respeto a los derechos y deberes sociales y ciudadanos y la aceptación, respeto y utilización de los valores democráticos. Sin embargo, el citado currículo no contempla ninguna competencia básica que desarrolle la capacidad de saber vivirse como ser sexuado y desestima una vez más la gran importancia que tiene la sexualidad para la salud, el bienestar y el desarrollo como persona. Tampoco se tiene en cuenta su importancia en cuanto al desarrollo de la capacidad de compartir esa vivencia con otras personas desde un plano de igualdad, de respeto mutuo, de corresponsabilidad en las acciones encaminadas a proteger la salud y promover el bienestar tanto propio como del de las otras personas, de compartir el placer, de gestionar los sentimientos y de vincularse o desvincularse afectivamente y aprender a superar las frustraciones que de ello se puedan derivar desde la ética relacional.

Es necesario aprovechar el marco normativo e influir una vez más sobre los poderes públicos para que la educación sexual sea una realidad en el sistema educativo pero implicando a todos y todas: alumnado, profesorado y familias. Creemos que una buena opción es la creación de una asignatura no evaluable que integre los contenidos tanto en lo que hace referencia a la sexualidad como a la prevención de la violencia contra las mujeres, aunque no podemos olvidarnos de la posibilidad del desarrollo transversal por las diversas áreas de conocimiento a lo largo de las etapas y niveles educativos por su evidente carácter actitudinal.

El personal docente debería recibir por tanto una formación específica de grado en sexualidad y género incluida en los planes de estudios de las facultades de educación de ciencias de la salud y humanidades. En cuanto a aquellas formaciones académicas cuyos contenidos específicos no contemplen este tipo de cualificación, deberían recurrir a la formación de postgrado en estas materias para poder acceder a la enseñanza.
Por su parte las familias juegan un papel preponderante en la educación porque son el primer contexto de aprendizaje de las reglas sociales y, por tanto, el primer agente socializador de los valores que adquieren sus miembros. No hace tanto que niños y niñas eran educados en el seno familiar y se incorporaban de forma temprana al mantenimiento de la economía familiar, pero el fenómeno de la industrialización del siglo XIX hizo innecesario el trabajo infantil, facilitando la incorporación a las aulas. Al principio, la educación recibida en la escuela no era más que una continuidad de la recibida en el hogar pues eran los propios padres quienes controlaban el currículum académico, contrataban a las maestras y maestros y establecían el calendario y la duración de la jornada escolar. Pero el proceso paulatino de especialización que ha sufrido la pedagogía ha cambiado esta forma de relación, estableciéndose una discontinuidad entre el hogar y la escuela.

En el seno de la familia los individuos comienzan a desarrollarse como personas y en consecuencia también su sexualidad. Madres y padres serán, además de figuras de apego, los principales modelos de identificación para niñas y niños y quienes impongan las normas y trasmitan los valores que forman parte de esa familia en concreto. Un sistema de relaciones equilibrado, sin brecha de género, entre padre y madre, así como entre el resto de personas que integren la familia, en un ambiente de seguridad y confianza, llevará sin duda a que niños y niñas se desarrollen como personas libres y autónomas, capaces de tomar sus propias decisiones sobre su cuerpo sin coerción ni condicionadas por normas discriminatorias.
Serán capaces de establecer a su vez relaciones equilibradas con otras personas y vinculaciones afectivas duraderas, mientras que un ambiente familiar donde el sistema de relaciones entre los sexos sean desequilibradas, de dominio del hombre frente a la sumisión de la mujer, las relaciones y vinculaciones afectivas serán menos estables, probablemente
con problemas de celotipia y, sobre todo, si existen malos tratos en el seno de la familia ésta será posiblemente origen de maltratadores y de víctimas futuras.

Es necesario pues, crear y fomentar las “escuelas de padres” para facilitar esa continuidad desde la familia a la escuela sin que existan contradicciones entre los valores transmitidos en uno y otro medio y para favorecer una actitud positiva de las familias hacia la educación sexual y hacia la equidad entre hombres y mujeres.

No podemos dejar en manos del entorno social el desarrollo de esta capacidad de vivir, compartir y relacionarse porque nuestra sociedad arrastra un importante legado cultural impregnado de patriarcado y erotofobia y porque es presa de un capitalismo que
promueve un consumo, en ocasiones, muy lejos de los intereses de la salud y el bienestar, generando conductas que lesionan el cuerpo, sobre todo el de la mujer que se ha de ajustar a un estereotipo imposible de alcanzar, y formas de relación basadas en la dicotomía posesión-entrega.


Debemos proporcionar una educación a nuestras niñas y niños que les convierta en personas con autonomía, con responsabilidad y capacidad para adoptar sus propias decisiones y vivir la sexualidad de forma gozosa y satisfactoria, sin coerciones, miedos ni violencia, que les permita decidir sobre su propio cuerpo en coherencia con sus deseos, mantener relaciones con otras personas, o no, pero en cualquier caso equilibradas, desde la equidad, el respeto y la tolerancia, comunicar libremente sus sentimientos... Por ello debemos seguir incidiendo sobre los poderes públicos. Merece la pena el esfuerzo.

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